Cargo el frío, como quien lleva una bolsa de arpillera repleta de bártulos. Rasposamente, lo aseguro con un nudo entre los dedos. No me imagino una bolsa de arpillera con manijas, me las recreo bien incómodas aunque rústicamente pintorescas. En otras palabras, la imagino como lo que decorativamente es un dolor de güevos. A riesgo de estirar la metáfora a troche y moche, se me da por aclarar que al frío lo traigo sin manija. (Decorativamente como el orto). Forzosamente me dirijo siempre a los mismos lugares y voy arrastrastrando mis pies, como niñito que hace un berrinche porque no le compraron un chupetín en la caja del chino. Me empeño en no fruncir las cejas para demostrar mi descontento, porque tendría que andar dando explicaciones y últimamente sufro una languidez mental imparable. Se van erigiendo, a lo largo del día, una serie de intervalos imaginarios de calor, en donde me aseguro de estar viva al oír el tronar de los huesos. La oleada espesa de las estufas me unta los